DEJAD A
LOS NIÑOS...
Vi crecer a Anita en la vieja rotonda que desembocaba al puerto de Mar
del Plata, allí donde moraba el monumento al Pescador. Tenía no más de 6 años
la primera vez que nos cruzamos, durante una despiadada mañana de invierno. Yo
a bordo de mi auto, con la calefacción ronroneando suavemente. Ella, parada
junto a la base del Pescador de Piedra, intentando guarecerse del temporal
inminente. Anita aprovechaba los cambios de semáforo para acercarse a los
vehículos y esperar que alguna ventanilla baje, revelando el rostro de algún
conductor caritativo. Los detalles de esa mañana están grabados en mi mente con
rara perfección. Anita era una nena hermosa, de ojos color miel y pecas salpicando
su cara lechosa. Una vez, mi abuela me dio una explicación poética acerca de
las pecas: dijo que le salían a las personas acostumbradas a mirar al cielo nocturno
demasiado tiempo. Entonces, el fulgor de las miles de estrellas se le quedaba estampado
en la cara. Anita tenía la cara estrellada.
Cuando el semáforo se puso en rojo, Anita corrió hacia mi auto. A pesar
del frío, -“¡Siete grados bajo cero de sensación térmica!”, dijo el locutor de
la radio, jubiloso, como si esperara una visita sorpresa de Papá Noel- la nena
solo llevaba un jardinero y un saquito de hilo agujereado. Las pecas resaltaban
aún más en su carita, por el rubor del frío. Ella mantenía de rehén a una
muñeca desgajada y desnuda, debajo del brazo. Le di un puñado de monedas y ella
dijo “gracias” entre dientes, con una sonrisa vaga.
Así que Anita se convirtió en parte de la rutina cada mañana, las cuatro
estaciones del año, y solo dejaba de montar guardia frente a la estatua del
Pescador, cuando arreciaba algún temporal. Cierta vez vi a su madre, sentada en
una reposera y tomando el sol de frente, recopilando la recaudación que Anita
le traía por postas. Era una gorda sin asomo de gracia y de seguro no le había
legado a Anita ni la belleza, ni sus pecas. Más o menos a los ocho años, Anita
liberó a su muñeca o algún alma caritativa pagó el rescate. Se convirtió en una
adolescente de cara estrellada. Y ya no provoca la misma simpatía en los automovilistas:
la mayoría de ellos ni siquiera se dignan a bajar la ventanilla. Están
demasiado presurosos durante el invierno, o deseosos de tomar los balnearios
por asalto, en los veranos. Ni siquiera la estatua del Pescador le sirve de
refugio: lo mudaron cuando desapareció la rotonda y anexaron cuatro carriles a
la avenida. Aprovecha los cambios de semáforo para deslizarse entre las filas
de autos, lidiando con los limpiadores de vidrios o los que hacen malabares con
tres naranjas. Su recaudación es cada vez más exigua por que Anita no sabe
hacer gracias, y todo lo que tiene para ofrecer es su sonrisa vaga emplazada en
su cara estrellada.
“Dejad que los niños vengan a mí”,
clamó Jesucristo, y sus palabras distaban de ser un slogan político. “Los únicos privilegiados son los niños”,
fue otra máxima acuñada por ahí, convertida en muletilla por cuanto aprendiz de
funcionario se encarame sobre un púlpito, con el solo fin de arañar algún cargo
público. Los niños son un cebo magnífico para encabezar cualquier plataforma
política. Pero rara vez los vemos. Todos tenemos a una “Anita” que nos mira del
otro lado de la ventanilla. ¿Qué hicimos con ellos? ¿Cómo nos pudo haber sucedido?
¿En qué punto, como país, se nos desfiguró el concepto de conciencia social?
Hace poco una psicóloga que trata con niños golpeados y abusados, me comentaba
el caso de una nena de diez años, con un largo historial de fugas del hogar y que
es sistemáticamente golpeada por su madre. Hubo una frase de ese testimonio que
aún hoy me parece de lo más escalofriante que yo haya escuchado jamás.
“No sé
por que me tiene que pegar siempre en los ojos”, le dijo.
Tal vez por la misma razón por la cual la mayor parte de nosotros, rara
vez miramos a los ojos a los niños indigentes. Por que el calor de la culpa es
abrasivo y el brillo indefenso en las pupilas de un niño, es más profundo y
doloroso que la marca que Dios le obsequió a Caín.
Los chicos que mendigan, nos
limpian el parabrisas o hacen malabares con tres naranjas, son parte del paisaje
urbano. Ya los naturalizamos. No nos horroriza ver a un preadolescente empuñar
un arma. Nos asusta, pero no nos horroriza. La reacción política es bajar la
edad de imputabilidad a 16, 14 y por que no, 12 años. A alguien se le ocurrirá
crear una cárcel modelo para púberes, seguro. “Son conscientes de lo que hacen”, dijo hace poco un periodista, con
una ligereza espantosa. Se organizan marchas por la inseguridad. Nuestras
celebridades braman, se tironean de sus extensiones platinadas; esgrimen su
dedo índice con uña esculpida. Medio centenar de chicos lloran en un estudio de
televisión, al compás de una melodía pegajosa. Pero a nadie se le ocurre dictar
leyes para proteger a la niñez, o hacer efectivas las que existen. Y cuando se
da un subsidio por hijo, buscamos la trampa, o desempolvamos argumentos
lodosos.
No escuché a nadie proponer una marcha para proteger a nuestros niños.
Ningún político o personaje televisivo devenido en profeta colérico, clamó por
los centenares, miles de chicos que mueren hambreados, calcinados por el paco;
abusados; golpeados, desterrados; arrojados a la vera de alguna avenida o
perdidos en la marea humana que atraviesa alguna estación de tren. “Una moneda, solo una moneda, por favor”.
Quizás estaría bien cerrar ésta nota con una señal de esperanza, pero en
realidad no la tengo. Dependemos de la solidaridad de alguna ONG; del alma
noble que abre un comedor comunitario, o del puñado de monedas que deslizamos
en la mano de un nene, durante el interludio de un semáforo. De los curas que
caminan las villas; los profesionales que luchan a brazo partido contra la
burocracia estatal; de la vocación de servicio de la gente común. Todo niño
debería ser NUESTRO niño. Hasta que eso ocurra, el futuro seguirá siendo una
trampa mortal.
Dejad a
los niños.
Daniel
Asaro (DANYAS)