¡SOCORRO!
¡TENGO UNA HIJA ADOLESCENTE!
Un día Flopi se acostó siendo una niña y se despertó
siendo adolescente. Así de simple. Supongo que durante la noche se habrá
librado una cruenta batalla hormonal que terminó con innumerables bajas. Los
grandes cambios se producen así, de improviso, como si fuera un golpe de
estado. La muñeca pepona que la acompaña desde los tres años fue desterrada de
su cama y amaneció en un rincón de la habitación.
Fue el primero de
los grandes cambios. A la mañana estaba huraña, con cara de pocos amigos,
buscando motivos para la pelea. “¿Te pasa algo?”, le pregunté. Intenté darle un
pellizco en esos mofletes que habían sido míos hasta la noche anterior.
-Dejáme tranquila,
pá- dijo. Dejó el café con leche por la mitad y se puso la campera del colegio.
Ese fue el
principio.
Uno jamás está
preparado para lidiar con una hija adolescente. Todo lo que puede hacer es
armarse de paciencia, echar mano a los jirones de autoridad que aún permanecen
en pie y tratar de sobrevivir al tornado. Y sobre todo evitar la confrontación.
Más vale intentar mantener una conversación coherente con un esquizofrénico aislado
en el ala más lúgubre de un neuropsiquiátrico
-Pá, quiero ir a
la matiné.
-¿Qué es eso?
Ella me mira con
esa mueca de fastidio que es casi su marca de fábrica y se quita un mechón que
le cayó sobre el ojo.
-A bailar.
-Vos no tenés edad
para ir a bailar.
-Todas mis amigas
van.
Intento
explicarle qué, que yo sepa, no tengo la patria potestad sobre ninguna de sus
amigas ni me dieron a ninguna de ellas en adopción, pero Flopi parece estar
esperando eso.
-¿No ves? ¡Siempre
lo mismo vos! Mis amigan me cargan. Dicen que…dicen…
El resto es tan
difícil de develar como un jeroglífico en la entrada de alguna tumba egipcia.
Una mezcla de protesta, hipos de llanto y gruñidos. Como compensación, la
invito a ir al cine pero es una pésima idea: ¿Qué interés puede tener una
adolescente en ir al cine con su viejo, cuando hay todo un mundo por descubrir
allá afuera?
Se va a dormir
sin comer, claro. Durante la noche se vuelve a librar esa feroz batalla
hormonal. Y milagrosamente, a la mañana siguiente me deposita un beso en la
mejilla y me dice: “Te quiero mucho, papi. Vamos al cine el sábado”.
Tengo una tarde
de gloria con mi hija. Una de las últimas. Vamos a ver la última de Harry
Potter, toda una aventura considerando que no vi ninguna de las cuatro anteriores…y
dura más de tres horas. Es como empezar a leer “Guerra y Paz” de Tolstoi por la
mitad. Ella se come las uñas y suspira cuando aparece Harry. Me susurra los
rudimentos de la trama al oído, mientras el gordo de la fila de atrás mastica
pochochos, -popcorn, los llama Flopi- y algunos van a parar a mi cabeza. Cuando
salimos, incluso se me cuelga del brazo. Es la tregua más dulce que he tenido
jamás.
Pero las hormonas
sobrevivientes se reagrupan y llegan refuerzos. A la tarde siguiente, a la
salida del cole, se sube al auto sin soltar saludos ni besos y se larga a
llorar. Le pregunto que le pasa. “Nada. Dejáme. Vos no me entendés”. Le digo
que me gustaría entenderla, si ella tendría la delicadeza de darse a conocer. Y
repite el latiguillo: “Vos no entendés nada”.
En ese punto me
sublevo. El padre de un adolescente que no haya perdido la paciencia alguna
vez, es un mentiroso que merecería un busto en la Plaza de los Embusteros.
-¿Y vos te creés
que sos difícil de entender? ¿Qué sos? ¿Una luminaria intelectual? Yo te puedo
leer como si fueras un libro abierto.
Lo único que
provoca el comentario es más llanto y el pedido que detenga el auto. “Dejáme
acá que me voy caminando sola”. Inútil señalarle que estamos en uno de los
barrios más peligrosos de la ciudad. “Cualquiera que me rapte, me va a tratar
mejor que vos”, me dice. Touché.
Sobrevienen dos
días de frialdad absoluta. Entender a mi díscola hija es tan difícil como
pretender resolver un crucigrama en una sopa de letras hirviendo.
Pero se produce
un milagro: a mitad de la mañana del tercer día, me llega un mensaje de texto:
“Papi, perdonáme, te quiero mucho”.
No sé que le tendría
que perdonar, por que en realidad el bocazas fui yo, pero a Dios gracias por
los pequeños favores. Le contesto que yo también la amo y guardo el mensaje que
me envió con siete llaves. Un “te quiero” de Flopi es una rara pieza de
colección.
Al poco tiempo,
se aparece con un chico. “Papi, te presento a Diego”. No sé si Diego es lindo o
feo, por que tiene la cara tapada por una jungla de pelos. Tiene un tatuaje en
el brazo derecho que dice: “NO FUTURE”. Mirá vos que dilema interesante: tu
hija te presenta un presunto pretendiente, (que antigüedad) cuya consigna de
vida es “NO HAY FUTURO”. Diego apenas si
habla y solo alza una ceja cuando le digo a la pasada que si le llega a tocar
un pelo a mi hija, lo degüello con el cuchillo que estoy usando para cortar
milanesas.
Pero Diego se
esfuma a las pocas semanas. En la habitación de mi hija aparece un gran póster
del actor de “Crepúsculo”, un pibe lindo que hace de vampiro teen. La muñeca
pepona sigue desterrada en el rincón.
Durante unas
semanas no hay cambios en el cuaderno de bitácoras. Mi ex me informa que todo
está en calma. ¿Por qué me da la impresión que las hormonas se están alistando
para un último asalto?
Un día vuelve al
ataque. “Pá, quiero ir a la matiné”. Le explico mis razones. Ella me dice, como
único argumento, que tiene quince años. Y que todas sus amigas van, claro. En
ese punto, cierro la boca, deseando que la negativa se mantenga por sí sola.
“Vos no me conocés”, brama. “Mirá vos, pensaba que eras Flopi, mi hija, la que
hace un año vivía colgada de mi cuello. ¿Me mostrás el documento?”.
-No, vos no me
conocés- repite. –Lleváme de María.
María es su mejor
amiga. “Ella sí que me entiende”, dice. Le suelto un golpe bajo del que me
arrepiento un segundo después, aunque ya es tarde. Las palabras flotan en neón.
-¿Sabés cual es la
diferencia entre tus amigas y yo? Si yo tuviera que cambiar mi vida por la
tuya, lo único que preguntaría es a que hora me tengo que presentar y donde.
Decíme cuál de tus amigas haría eso.
Pero,
curiosamente, eso la conmueve. Se acerca, se me cuelga del cuello y me da un
beso sonoro y húmedo. ¿Quién te entiende, Flor?
Va a la matiné,
claro. Hay batallas que están perdidas antes de librarlas. La veo descender por
la escalera y me doy cuenta que se ha convertido en una serena belleza morena.
Casi puedo ver a la mujer que la está agazapada dentro suyo y que la espera en
la próxima parada. “Te paso a buscar”, le digo. “Pero esperáme en la esquina”,
me responde.
Voy media hora
antes, como si pudiera manipular el tiempo. Ella aparece en el espejo
retrovisor del auto y sube. Está feliz. Me da un beso en la mejilla y me
abraza. Me jacto de ser un tipo duro, pero ella obtiene la contraseña, por más
que la cambie. Nos vamos a comer una hamburguesa y se pide la cajita feliz.
Vaya, viene de participar en uno de los rituales sociales más excitantes, y
quiere el juguetito que viene en la cajita. Parece que la batalla que se libra
en su interior ha remitido, al menos de momento.
Volvemos a casa y
vemos una peli de terror. Le encantan las películas de miedo, pero se tapa la
cara con las manos y las ve a través de los dedos entreabiertos. “Estuvo buena,
¿no pá?”. No le digo que perdí el interés allá por el décimo asesinato. “Sí,
estuvo buena”. Bosteza. “Me voy a dormir, papi”. “Papi”, me dice, como cuando
era una nena: hay palabras que sonríen. Le digo que me voy a quedar escribiendo
un rato.
Mi nena. Va a
seguir siendo mi nena, a pesar que corra hasta el último hilo de agua bajo el
puente.
Media hora
después voy a su pieza, por que conozco su costumbre de destaparse a la mitad
de la noche. Algunas cosas no cambian. Le subo la frazada hasta la barbilla y
entonces veo algo, una de esas cosas que los padres atesoramos hasta el último
suspiro. A la muñeca pepona le levantaron el veto. Mi hija duerme, abrazada a
su vieja y despeluchada compañera.